sábado, 11 de abril de 2015

DOÑA LUISA



Llegaba para trabajar, los lunes bien temprano.
Para esto, yo había lavado a mano  la ropa más delicada durante el sábado y el domingo. Y otra empleada había lavado todo lo demás durante la semana.
Luisa había sido la planchadora de la familia de mi esposo durante muchos años, y también fue de la mía, hasta que decidió no trabajar más. Había perdido totalmente la vista de un ojo a causa del glaucoma y le costaba calcular el espacio para movilizarse.
Doña Luisa, como la llamábamos con cariño, fue más que personal  auxiliar en casa. Me enseñó muchos trucos del tejido y de la costura. Nunca fui habilidosa con la máquina de coser, aunque sí  tuve paciencia para tejer y hasta para bordar, pero la costura es todavía para mí, un quehacer misterioso lleno de cálculos antropomórficos y senderos trazados por máquinas más complicadas aún.

Callada y bien dispuesta a escuchar mis quejas y reclamos con la vida, mientras planchaba ordenadamente, rociando primero las camisas, luego las sábanas y los manteles, haciéndolos rollitos para que la humedad se extendiera pareja  y quedara un planchado impecable. 
Así, viendo lo que ella hacía, aprendí a planchar la ropa masculina, sobre todo las camisas y los pantalones.

Muchas veces, me hacía pequeños arreglos  de costura  o me aconsejaba al respecto.
La paciente Luisa despejaba todas mis dudas y a veces contaba algo de su vida... muy poco.
De cómo había sido dejada como criada en un campo, en su niñez y cómo había aprendido a tejer  sola con dos ramitas de arbusto serrano. Siempre recordaba lo que le daban de comer en esa finca: un chorizo y una papa todos los días, sin variación.
Era muy habilidosa… Hacía los trajes de baile de sus nietos, cosía y tejía para ella y para otras familias, además de planchar en varias casas. Hasta había aprendido a hacer flores de tela que parecían naturales. Lo triste es que terminó ciega, sin poder utilizar tanta habilidad innata. Sabía de plantas, de huerta, de cocina y también de animales.
Un día le dije: Este pato que me regalaron me tiene cansada, se está comiendo todo; el otro día se dio un banquete de lentejas de agua. Me dejó el estanque pelado. Y ella me avisó: No es un pato es una pata. Bueno, dije, si no pone un huevo para Pascua, se la doy al mejor postor. Recuerdo ese  milagroso domingo de Pascua: como si me hubiera escuchado, nuestra pata puso un huevo enorme en el umbral de la cocina. Cuando nos cansamos de comer huevos de pata, la llevamos a una chacra para que tuviera mejor vida, pero sucedió que la pata estaba mejor entre seres humanos que entre los de su especie y así fue que la pata se quedó a vivir dentro de la casa de la familia campesina.

¡Qué no sabía Doña Luisa!
La quise mucho. Fue una compañía todos esos lunes de los años en que no trabajé por las mañanas.
Admiré su paciencia, su tranquilidad, y también la prolijidad con que se vestía.
Cada vez que plancho una camisa, siento que Doña Luisa me va diciendo el orden del planchado: primero las mangas, luego el cuerpo y  el cuello al final.
Claro que ahora se plancha cada vez menos, ya  que las telas no se arrugan como antes y basta con colgarlas en perchas y doblarlas  bien cuando están secas, cosa que algunas amas de casa muy apuradas ignoran, y van tirando las prendas sin cuidado, en una pila que crece día a día.

Bea.
  Escrito en el año 2014
Ilustración de: piniblu.blogspot.com.ar

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