Corría el año 1957… a quien corría, no lo sé. A mí, no.
Tengo mi visión infantil del chalet donde vivíamos, que me parecía un paraíso con su jardín delantero
que daba a una calle y el parque de atrás que daba a otra calle paralela…
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Ese día había estado
lleno de visitas por lo que pudo haber sido un sábado o un domingo. También había
llegado su madre que se iba a quedar, dado el nacimiento incipiente y su padre
que no se quedaba a dormir y se volvía a la Capital. De producirse el evento, la
abuela Carmen debía quedarse con los tres niños.
Juan había estado
pintando una pared todo el día y estaba
tan cansado como Beba.
Al acostarse deseó: Ojalá no lo tengas esta noche porque estoy agotado.
A ella le dolía todo, se sentía mal. Las visitas le habían
dado mucho trabajo.
Ese embarazo no había
sido feliz: había pasado mucho tiempo sola, con los tres hijos pequeños, lejos
de toda la familia, y con su marido de viaje permanente. Encima, en esa temporada los niños se habían pescado
algunas de las enfermedades infantiles
traídas por la mayor que ya asistía a la escuela primaria.
Entonces fue al baño
y volvió con la noticia. Juan, por favor, levantate porque rompí bolsa, le dijo. Ella creía que Juan iba a
sacar el auto del garaje y se preparó rápidamente para ir a la clínica, pero él
demoró, demoró y demoró, hasta que llegó con un taxi y le dijo : que el taxista
no se dé cuenta que se va a poner nervioso y podemos chocar. Juan estaba
extenuado: había corrido unas quince cuadras para ir a buscar un taxi - estaban
lejos del centro de la localidad. Su
auto había explotado esa tarde y junto con su amigo Toto lo habían guardado
sigilosamente en el garaje para que Beba no se enterara.
Y ahora había que recorrer
28 kilómetros hasta la Capital, al Sanatorio asignado.
Conteniendo el dolor y el parto, Beba se aferraba a la mano
de su marido, y al creciente malestar se sumaba el dolor de las uñas de Juan, que
más nervioso aún, las clavaba en su mano
frágil.
Llegada al sanatorio, la pusieron en silla de ruedas. Una
vez llegada a la habitación y puesto el
camisón, Beba no aguantó más y salió
para la sala de partos caminando apresurada porque ya nacía su bebé. La
indomable Beba abrió las puertas de la
sala y aunque no se lo permitían porque estaban desinfectando, igual se subió a
la camilla.
Esa noche de luna
llena, los partos se habían sucedido con tal rapidez que no habían dado tiempo
a acondicionar la sala.
Y así fue que, en breves instantes, nació Martita.
Momentos después, en la habitación, una enfermera entró con
un arreglo de flores monumental. Beba, consciente la situación le dijo: Ud.
debe estar equivocada, eso no es para mí y efectivamente, no era para ella. Era
para la famosa artista y cantante Lolita
Torres, que esa noche había tenido a su primer
hijo, Santiago, y que continuaba internada allí.
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Ese año fue muy difícil y raro para todos.
Unos meses después viajamos a las sierras de Córdoba
donde nos quedamos a vivir definitivamente.
Beba venía de mucho sufrimiento, tal vez demasiado. Nuestra
nueva hermana era de llorar mucho de día y sobre todo de noche. Nadie entendía
qué le pasaba a esta bebita.
Mamá tenía los ojos velados por la angustia del desarraigo y
llegar al interior del país era para ella, mujer de ciudad grande, como llegar
al fin del mundo. . Con el trajín de la mudanza, y del viaje, había quedado muy
delgada, tan delgada que parecía una bolsa de huesos.
Ese día de setiembre había una llovizna finita y persistente.
En la tarde oscura y fría, remolcados por un camión- ya que el auto no resistía
los grandes acontecimientos de la familia y se había descompuesto en el camino-
llegamos a una casa helada y
desordenada. La gente de la mudanza había dejado todo en manos de los dueños de
un hotel que metieron cosas a presión en
los armarios, revolvieron, y perdieron muchas otras, como por ejemplo libros y partituras musicales.
La frase histórica que dio al momento un dramatismo de novela fue: ¿A
dónde me trajiste Juan?
Muchas otras características de la vida pueblerina harían
padecer a mi madre durante varios años
hasta que se fuera acostumbrando y se olvidara de su ciudad natal.
En realidad, la casa que nos había conseguido mi padre era linda, abrigada y tenía un patio grande con
pérgola, y otro donde mamá mandó a hacer una huerta y un gallinero. Allí fuimos
bastante felices, mucho más de lo que hubiéramos sido en Buenos Aires. Estoy
convencida de eso.-
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