miércoles, 30 de abril de 2008

Simbiosis

Las altas temperaturas les habían atontado el cerebro.
Mala idea ese paseo de mediodía en pleno enero.
Caminaban por las galerías coloniales viendo las artesanías de los matacos. Ella se sentó en el alto cordón de piedra que bordeaba las veredas. El jean deshilachado al igual que las alpargatas bordadas pero viejas. La liberación de andar con esa facha en un lugar donde se consideraba anónima era un sentimiento raro. Sentía que el aire pesaba una tonelada sobre su cabeza.
Pronto estarían regresando a Resistencia por las rutas calientes, sobre el asfalto derretido, enlatados en un pequeño automóvil, acompañados por el doctor Felipe con sus dos metros plegados desprolijamente dentro del auto y con los ciento veinte kilos de Silvia metidos a presión.
Volviendo se les había ocurrido visitar el barrio toba. Los aborígenes miraban estos seres extraños que bajaban del Fiat 600 como en un acto de magia y los turistas sentían que los ojos diferentes de los tobas se les pegaban en la nuca al caminar por la peatonal empedrada. El barrio nuevo era un trasplante más extraño aún que la comitiva de visita.
Los tobas se asomaban para verlos por las puertas y ventanas de esas casitas recién estrenadas donde lo ancestral no coincidía ni con la arquitectura ni con el sitio geográfico.
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Llegada la noche, el grupo foráneo se reuniría con el grupo local en el rancho, a orillas del Paraná.
Los autos en semicírculo con las luces prendidas iluminaban la orilla.
Las consecuencias del golpe de calor se hacían sentir. Todo el grupo de amigos arrojándose de cabeza al agua, nadando con placer, sin poder apoyar los pies ni un segundo por la sensación de ser tragados por el limo. La luna reflejándose en el oleaje lento y pequeño.
Juegos y bromas pesadas en la playa.
Las ranitas blancas apareciendo, trepando y asomando curiosas en los lugares más insólitos.
Ella y él se iban quedando en el río, flotando sobre la densidad del agua. Acariciándose las yemas de los dedos. Sintiendo el ardor que el sol había dejado en la piel y a los peces olisqueando sus piernas, se convertían en un solo cuerpo acuático, sirena y tritón, tritón y sirena...
Mientras, los hombres se encaminaban hacia el quincho donde estaban colgadas las hamacas entre los humos de los espirales y los ventiladores ,únicas armas antimosquitos gigantescos.

Una lluvia torrencial y corta los había apurado.
El calor se sentía en la espesura como si el sol nunca se hubiera ido.
La sangre se revolucionaba en sus cuerpos, a pesar del cansancio, a pesar de todo.
¡Gloriosa juventud!
¡Glorioso trópico!

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